Hola, suscriptores de este boletín, espero que diciembre no esté siendo con ustedes todo lo demente que puede ser. Les escribo para contarles que esta va a ser la última entrada del año. Sí, el año boletín termina antes. También empieza más tarde. Nos vamos a tomar enero para armar un 2021 lleno de secciones nuevas, historias delirantes y, obvio, poesía. Les dejo un comentario sobre el ritmo, la repetición y los estribillos que hace Tamara Kamenzain en el primer capítulo de Libros chiquitos (Ampersand, 2020). Brinden todo lo que puedan, les volvemos a explotar la casilla en febrero.
Creo que justamente lo que a mí me atrajo desde chica de leer poesía fue justamente ese murmullo que segregan las historias cuando se suspenden y se retoman desde un ritmo que se escucha cerca, íntimamente. En esa voz que devuelve la historia a la lectura al mismo tiempo que la abandona, lo que se escucha es siempre el estribillo. Casi diría que leer para mí es leer estribillos. Cuando, en el aula del Liceo de Señoritas N° 1, la profesora de Lengua nos leyó el "Nocturno III" de José Asunción Silva, me topé por primera vez con esa voz. Cuando llegó al estribillo que tartamudea "Y eran una / y eran una / y eran una sola sobra larga", me lo anoté con lápiz en la tapa interna de mi carpeta. Creo que fue el primer poema ajeno que intenté escribir yo. Años después me enteré de que algunos biógrafos refieren a un supuesto amor prohibido entre Asunción Silva y su hermana, intentando darle final de novela a o que en esa agónica repetición es puro secreto entre lector y escritor.
No debe ser casual que Néstor Sánchez, un escritor que se la pasó jaqueando los cierres narrativos (...) haya sido el que, a mis 20 años, me enseñara a leer poesía pescando el ritmo íntimo de alguna historia siempre fragmentaria. La muerte de Lou, la mujer de Michaux quemada en un un accidente cuando en el poema "Nosotros dos aún" la voz repite "Lou / Lou / Lou en el retrovisor de un breve instante / Lou ¿no me ves?, o la locura de Naomi, la madre de Allen Ginsberg, señalada repetidamente en Kaddish, eran algunos de los poemas que leíamos en voz alta con el grupo de jóvenes amigos que frecuentábamos a Sánchez.
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Como la camisa, los libros o la maleta del amante fugitivo de Molina, el poema de Ginsberg aludía para mi a objetos tan simples y cotidianos como los que se estudian en el primer nivel de inglés. En Kaddish, Ginsberg se da el lujo de ir estirando ese idioma coloquial para hacernos participar, a nombre de Naomi, de su propia historia. Desde que él tiene 12 años y la lleva a internar por primera vez a un neuropsiquiátrico hasta que, veinte años después, ella muere y le deja al hijo una carta póstuma ("Tengo la llave. Casate, Allen, no tomes drogas, la llave está en la reja, en la luz del sol de la ventana"). El relato no se detiene ante nada, porque no tiene la obligación de cerrar ningún cuento. "Cantos, no cuentos", pedía Néstor Perlogher, nuestro rey del estribillo, y en su emblemático poema-libro Cadáveres el estribillo está cantado: "Hay cadáveres" se repite 53 veces. Cada una de esas veces, cuando la lectura del texto me va adormeciendo dentro de la espiral metafórica perlongheriana, suena un despertador que me recuerda lo que hay y me libera de lo que sobra.
Me parece, entonces, que cuando leo poesía lo hago siempre esperando que lleguen esos golpes de realidad para que me liberen de lo que Gombrowicz, en su ensayo Contra los poetas, llamó "exceso": "Exceso de palabras poéticas, exceso de metáforas, exceso de sublimación, exceso, por fin, de la condensación, de la depuración, de todo elemento antipoético". Lo que sobra, entonces, llama por la boca del estribillo a lo que falta: cada vez que la voz del despertador me dice y me repite lo que hay, sé que alguien practicó un paso de prosa haciendo trastabilla la fijeza de los propósitos poéticos.
Tamara Kamenszain.