Cómo contar sílabas y no morir en el intento

Fecha
July 13, 2020
Temas
MétricaMétrica española
Autor
Federico Reggiani

Les doy la bienvenida al primero de los boletines sobre métrica española que está preparando el Club de Poemas. Una vez por mes durante los próximos cuatro meses recibirán en sus casillas algunos comentarios sobre las diferentes formas clásicas de versificación en castellano, con la esperanza de que nos ayuden a entender por qué suena hermoso lo que nos parece hermoso y por qué a veces un verso no funciona. Federico Reggiani es bibliotecario, guionista de historietas y parte de El mogolejito, un fanzine barroco que se publicó en los 90 y en el que llegaron a enviar uñas de Cervantes por correo. Si quieren saber más sobre cómo conservar uñas y demás inmundicias relacionadas a la poesía, le escriben a él. 

¿Mal medido? ¿Mal medido? Le conté con las dedas

——Honorio Bustos Domecq. «Deslindando responsabilidades»

Hay oficios que se pierden, objetos que desaparecen. Las máquinas de escribir, los lecheros, las revistas de historietas, los sea monkeys, los versos medidos. No es buena idea lamentarse demasiado, a riesgo de convertirse en un defensor de calesitas. Sin embargo, no todo lo que se esfuma es innecesario y a veces merece alguna humilde reivindicación.

Redacto desde cierta perplejidad, no para reavivar debates apolillados. Escribir versos medidos –octosílabos como los del Martín Fierro, endecasílabos como los de Quevedo, alejandrinos como los de la princesa que está triste, si es por limitar los ejemplos al castellano– fue durante milenios parte de la caja de herramientas de cualquier escritor. Le podían salir más o menos bien, pero raramente le sobraban sílabas o le caían los acentos a la bartola. Basta mirar, no ya alguna cima del canon, sino cualquier revista popular o cualquier publicidad antigua. “Venga del aire o del sol/del vino o de la cerveza/cualquier dolor de cabeza/se cura con un Geniol”.

Es evidente que la métrica no desapareció: hay manuales, tratados y revistas especializadas; hay grandes poetas capaces de actualizar esas formas clásicas. Pero no es menos evidente que uno se cruza, con desalentadora frecuencia, con escritores muy buenos que puestos por el destino o por una mala decisión a escribir versos regulares no pueden contar las sílabas, desparraman ripios como papel picado o parecen no entender que una estrofa tiene sus leyes.

Listo, no me quejo más, se me escapó. El objetivo de esta entrega y de las que vienen es hacer una defensa de los metros regulares y comentar algunos rudimentos básicos del asunto. ¿Y para qué, si podemos escribir lo que se nos dé la gana sin andar contando sílabas? No es para que abandonen los jóvenes poetas sus libres versos libres (el agudo lector encontrará tres heptasílabos antes del paréntesis) sino porque aún los versos libres son versos, y como tales tienen sus ritmos: a veces es tan valioso saber escribir un endecasílabo como saber evitarlo.

Pasemos a la parte más escolar, y pido disculpas si me pongo un poco básico. Es muy probable que los lectores que lleguen hasta acá encuentren más recuerdos que novedades.

Para empezar, ¿qué es un verso? No es lo que aparece mágicamente cuando uno aprieta “enter”. O sí, pero esa magia consiste en individualizar un fragmento del texto, sacarlo de la cadena infinita de la prosa, desnaturalizarlo, ir a veces contra la sintáxis, ponerle límites, obligar a prestarle atención a un ritmo autónomo.

Lo básico a tener en cuenta ante un verso cualquiera (la métrica regular, finalmente, subraya esas características por la repetición) es la cantidad de sílabas y los acentos, que el verso “hereda” de las palabras que lo componen. Empecemos por algunos trucos para contar sílabas.

En castellano, los versos se clasifican según la suma de las sílabas de las palabras que contienen. O casi (ya veremos que eso tiene unos cuantos matices). Un verso cinco sílabas será un pentasílabo, un verso de diez un decasílabo, uno de doce, un dodecasílabo y uno de catorce un alejandrino (porque tampoco la vamos a hacer tan fácil). Claro que las sílabas en un verso no son exactamente esas que aprendimos a separar en segundo grado cuando llegábamos al final del renglón en el cuaderno. Porque el verso es un fenómeno sonoro, no sólo tipográfico, y al escuchar las palabras tendemos a unirlas o separarlas. Así que, en principio, hay que tener en cuenta dos fenómenos básicos: la sinalefa y el hiato. Juro que son las únicas palabras técnicas del día.

La sinalefa ocurre cuando una palabra termina en vocal y la que sigue empieza también en vocal: las sílabas tienden a unirse. Cuando Hernández le hace decir a Fierro “que al hombre que lo desvela” no coló un verso de nueve sílabas: Hernández nunca se equivoca. El verso se lee: “queal hom bre que lo des ve la”. Ocho.

El hiato ocurre cuando, para leer el verso correctamente, es necesario que la sinalefa no ocurra, generalmente porque una de las dos vocales está acentuada. Así, para que el verso de Garcilaso “escrito está en mi alma vuestro gesto” sea un endecasílabo, tenemos que evitar la sinalefa en “mi alma”. Garcilaso tampoco se equivoca, hay once sílabas.

El hiato y la sinalefa no son decisiones arbitrarias del poeta o, cuando lo son, se nota. Un buen verso “suena” en el metro correcto al ser leído simplemente de la forma más natural. El segundo truco a la hora de contar sílabas tiene que ver con que el acento más importante de un verso es el último. Lo que sigue después es tierra, es humo, es polvo, es sombra, es nada. Por eso, el oído tiende a agregar una sílaba cuando la última palabra es aguda (“Aquí me pongo a cantar”, dice Fierro: 7+1, octosílabo), y a quitar una sílaba cuando la última palabra es esdrújula (“Le ha salido un tabernáculo”, dice la curandera que atiende al Viejo Vizcacha: 9-1, octosílabo).

Veamos todo esto en acción en un verso del Molinero, el espantoso poeta que inventaron Borges y Bioy Casares, o su alter ego Bustos Domecq. El verso en cuestión es el octosílabo “Se te huele, Manuel”. El amable lector habrá tamborileado en la mesa para contar 6+1 sílabas: “Se te hue le Ma nuel”. Llega, con suerte, a siete por ser aguda. Pero Bustos Domecq consigna que el Molinero “recabó para cada letra su plena independencia”, y propone escandir el verso como “Se te hu e le, Ma nú el”. Ocho sílabas, grave. Irreprochable.

¿Pero tenemos que estar contando sílabas y atendiendo a los acentos cada vez que encaramos un poema? Para nada. La mayoría de los poetas “clásicos” (y de sus lectores) lo ignoran todo sobre estas cuestiones, y hacen bien. Pero la frecuentación nos acostumbra a ciertos ritmos y a ciertas variaciones. Incluso, enfrentados a un poema en verso libre, o incluso a un trozo de prosa, a veces nos cruzamos con una frase que, para bien o para mal, parece tallada en mármol sin sospechar que acabamos de leer un endecasílabo.

Entrenar el oído para reconocer los versos clásicos de una lengua requiere apenas un poco de práctica, y nos ofrece muchos beneficios. En principio, disfrutar el virtuosismo de los viejos maestros pero, sobre todo, reconocer que en los versos contemporáneos, aún en los que uno mismo puede escribir, acecha toda la historia de la literatura. Lo que es un poco ominoso, sin dudas, pero también es una maravilla.

Federico Reggiani.